Aunque pasamos un alto porcentaje de nuestras vidas dentro de los edificios, la arquitectura superficialmente incorpora entre sus saberes el entendimiento desde la neurociencia de cómo los sentidos inciden directamente sobre la experiencia del espacio y de que manera este entorno construido afecta nuestras vidas. La experiencia humana es multidimensional: entretejida en la vivienda personal y colectiva, abarca el espectro del desarrollo interno (espíritu) y externo (lugar). De las complejidades de nuestro patrimonio humano emerge el trauma colectivo, perpetuando los desafíos socioeconómicos y ambientales de nuestro tiempo. Para contribuir en la construcción de un mundo más equitativo y próspero, primero debemos entender el legado del trauma social. A partir de aquí, la vivienda y la capacidad de recuperación se redescubren en una conexión renovada con uno mismo, la comunidad y el lugar. La cultura visual predominante en la arquitectura ha construido una trinchera alrededor de lo que se ve y se pretende que los otros miren, y ha alejado a la disciplina del contacto con los seres humanos en el ejercicio sensorial del habitar.